LA APARIENCIA Y EL ESPEJO

Ya no me molesto en contestar y explicar la realidad a quienes se equivocan, cuando se dirigen a mi hijo de dos años con mensajes de este cariz: “qué bien estás paseando con el abuelito” o “qué bien te lo pasas con el abuelo”. Y es que, para algunos, mi apariencia es la de un abuelo y no la de un padre. Así que, si bien tengo una edad muy superior a la de su madre, nada menos que veinte años, lo cierto es que cuando me miro al espejo, no veo trazas de envejecimiento más allá de alguna arruga o alguna cana más. Además, el contacto con el peque me rejuvenece psíquicamente, de tal modo que no aprecio los achaques que considero propios de un viejo.

Por otra parte, no miro a los padres jóvenes que se reúnen con sus criaturas en los parques y espacios infantiles como mis iguales, pero sí busco entre mis coetáneos las huellas del envejecimiento. La pinta que tienen y que ven mis ojos, me indica que están envejeciendo muy mal, pues mi aspecto es mucho mejor, o al menos eso me parece. Quizás esa es la cuestión, que el aspecto es cosa que nos parece, pero no es.

En ocasiones he escuchado comentarios de carácter machista acerca de la mujer más joven emparejada con hombre de edad, a la que se le supone algún interés que nada tiene que ver con los sentimientos de amor o felicidad. Y viceversa, también cuando la mujer es de edad y el hombre es mucho más joven. De este modo, los prejuicios que se instalan en nuestra conciencia tienen mucho que ver con la apariencia, con el aspecto de las relaciones entre personas y, sin embargo, somos incapaces de apreciar la realidad que nos representa la mirada al espejo, porque este nos devuelve la figura y el semblante real que nos acompaña en nuestro deambular por la vida. Somos incapaces de aguantar el reflejo que nos devuelve esa mirada al espejo, y preferimos atenernos a la apariencia que los demás tengan a bien asumir como real y verosímil.

CONFESIONES

No es broma. Tengo la peste. Hace un tiempo todavía se trataba de unos síntomas que pasaron desapercibidos. Cierta desgana, dejadez, abulia. Podía ser el calor, aunque también podría ser algo de inapetencia, o quizás es que no había dormido bien. De todas formas me extrañó que al salir a la calle, pudo ser una coincidencia, pero la verdad es que la gente se cruzaba de acera cuando se encontraba muy próxima a mi;  pero como yo andaba distraído y solitario, sólo pensé que la gente lo que buscaba era una sombra y no que rechazara el contacto conmigo. También es verdad que yo buscaba la sombra y hasta cierto punto buscaba lugares donde no hubiera gente a la que tuviera que saludar indefectiblemente, porque aquí en Logroño indefectiblemente tienes que saludar a toda la gente, la conozcas o no la conozcas, sepas su nombre o no conozcas su nombre ni su identidad. Todo el mundo parece conocerte y yo estoy harto de saludar a gente que no conozco aunque ella sí parezca conocerme. Bien es verdad que todos los días tengo que ir a la plaza de abastos para adquirir verduras, fruta, pescado y carne o lo que haga falta, y que la gente de la plaza, a fuerza de verme día tras día, se ha familiarizado tanto conmigo y con mi existencia que son casi como de la familia, pero yo, la verdad, desconozco su nombre y ni siquiera conozco el nombre de la tienda o el establecimiento que regentan. Bueno, a lo que iba. Estoy harto de saludar a la gente que no conozco y de la que además me importa un pepino su vida y su existencia y a la que jamás le contaría nada sobre la mía, aún a despecho de que sean íntimos de mi familia, la cual, dicho de sea de paso, es ya bastante escasa tras la muerte de mis mayores.

Lo cierto es que no tuve la impresión de que la gente me rechazara por alguna cuestión, puesto que yo era el primero en rechazar a la gente y en tratar de ocultarme y buscar un lugar solitario alejado de las compañías que se podían producir en el transcurso de un paseo matutino por las calles de un Logroño amelonado de verano. Así que lo que más tarde diagnostiqué como un fenómeno propio del apestado, en aquel momento sólo supuso un pequeño oasis en una mañana de calor asfixiante.

El siguiente indicio de que yo había contraído la peste vino tras aquel paseo mañanero cuando, harto de sudar, decidi darme una ducha y al desnudarme pude contemplar ciertas erupciones rojas, como si de repente una viruela o más bien una colección de espinillas adolescentes hubiera invadido todo mi cuerpo. Estaba claro que algo me había sentado mal y no podía ser otra cosa. En los últimos años estamos acostumbrados a que un yogurt caducado, un pescado podrido, o simplemente el aire contaminado sean elementos agresivos para nuestra sensible piel, que sólo sabe defenderse provocando erupciones fieles, o cualquier otra manifestación parecida contra la agresión del medio. Así que no le di más importancia y entré en la ducha de agua fresquita; pero al salir, con los ojos todavía medio cerrados aquellas erupciones se abrieron al frotarme enérgicamente con la toalla. Fue entonces cuando descubrí que muchas de esas erupciones que se habían abierto no expulsaban precisamente sangre, sino un líquido purulento casi acuoso de color amarillo que al juntarse con la sangre más bien parecía la enseña nacional.

Como no me escocía ni me dolía especialmente decidí no prestarle más atención y en todo caso o como toda opción llamar al dermatólogo y pedirle cita. Pedir cita es una cuestión fundamental, pues un dermatólogo que trabaja en su consulta privada no para de recibir a toda clase de personas con lunares, granos, cánceres dermatológicos, quemaduras sin fin y alguna alopecia desesperada. Es una situación que viene provocada por el maldito anuncio de Corporación Dermoestética en que mucha gente cae como en la peor de las sectas mefistofélicas, y que ha traido un auge insospechado, no sólo de la cirugía plástica, sino también de la dermatología cosmética. Así que sin más dilación llamé, y como me esperaba, los que pagamos a una compañía de seguros puntera recibimos el trato puntero, es decir, me dio cita para dentro de un mes. Con la misma parsimonia decidí dejar pasar tiempo, el momento y la ocasión para enfrentarme a lo que irremediablemente hoy me enfrento: la peste.

Pero aún tendría que escuchar el peor de los diagnósticos, que era  y es, el que me daba y el que me sigue dando mi conciencia cuando la examino y le pregunto acerca de qué hacer, de cómo hacer, de si vale la pena vivir, de si tengo alguna obligación moral, de si debo buscar la felicidad, de si me deben importar la humanidad, la familia o los amigos. Los amigos, no como se entienden en las demostraciones de afecto y lealtad, sino los amigos fronterizos. Y los denomino fronterizos porque los amigos nunca son amigos de uno solo, siempre son amigos de circunstancias, de parejas, de compañías, de momentos, de ocasiones y, por tanto, son leales a las cosas que propician esa amistad, pero no son leales a la persona. Por lo tanto he decidido llamar a los amigos, amigos fronterizos. No están ni en un sitio ni en el otro. Están en el límite, en la frontera. Son amigos cuando se dan las circunstancias, las ocasiones, los momentos para serlo; pero dejan de ser tus amigos cuando no se dan las circunstancias , ni la compañía (véase dónde quedan o con quién se quedan los amigos en caso de ruptura o divorcio de la pareja), ni los momentos, ni las ocasiones, ni nada que propició precisamente esa relación de amistad. Por lo tanto, la definición clara y concisa que he decidido dar a los amigos es la de fronterizos.

Pero vuelvo sobre el diagnóstico de mi conciencia que fue letal. Tú que buscas la soledad estás solo. Tu que no te reconoces en nadie, a nadie le puedes importar. Tú que estás ensimismado, no te tienes mas que a ti. No te busques nada dentro porque estás vacío. Todo lo que ves es patológico porque estás enfermo, y la manifestación de esa enfermedad es la peste.

Y aquí estoy, a desgana me gano la vida representando al apestado en las ferias y conmemoraciones populares, da igual si son medievales, renacentistas, ilustradas o del siglo XXI. Juego con los niños, más con las niñas, todo hay que decirlo, mientras los padres huyen asustados tirando de sus vástagos porque reconocen en mi rostro (voy tapado con capa descolorida pese al calor) la peste.

BRIONES 149

EL REINO DE BANDJOUN

Tras abandonar las cataratas sagradas de Ekom, nos dirigimos hacia el “País Bamileké” donde haríamos una parada antes de continuar ruta hasta el valle de Noun para pernoctar. El reino de Bandjoun es una región poblada (habitada por varias tribus Bamileké -unos 200.000 habitantes-), y rica, gracias al comercio transatlántico con el golfo de Guinea, pues no en vano está cerca del puerto de Douala frecuentado por portugueses (desde 1472), holandeses (s.XVI al XVIII), ingleses (s.XVIII y XIX) y alemanes (fines del XIX y principios del XX).

Este pueblo, agricultor, artesano y comerciante combina la vida moderna con el respeto por las estructuras tradicionales de poder, en torno al Fon (Rey o jefe tradicional), y la Chéfferie (Palacio Real).  Las chefféries es la forma en que la sociedad tradicional bamileké está organizada. La vida social y política gira en torno al fon, que a su vez tiene a su alrededor a sus consejeros y nobles. Este, ejerce funciones los poderes judicial, administrativo y religioso al mismo tiempo, y es el referente social a todos los efectos. Gobierna rodeado de consejeros, sociedades secretas y sirvientes reales, que se asientan en una serie de construcciones con techumbre piramidal.

El centro simbólico del poder es el palacio, reflejo de la cosmología bamileké. Éste se veía desde fuera (no podíamos entrar). Además, están la Casa de la Palabra, las casas de las 50 esposas del jefe, la casa de los fetiches y el bosque sagrado que sólo pudimos ver de lejos (también está prohibido entrar).

Donde sí hicimos parada y visita fue en la Casa de la Palabra o Parlamento Bamileké. El Parlamento, construido o mejor dicho reconstruido en 2005 después de un gran incendio, es un edificio de 25 metros de altura, enteramente de bambú y techumbre gigante de paja, con enormes columnas de madera talladas con figuras realizadas por artesanos de Bandjoun. En su interior no hay luz eléctrica y la sala central que ocupa casi toda la planta, sólo tiene un par de puertas por donde penetra algo de luz del exterior. Aquí es donde se reúnen los sabios, tanto en una gran fiesta anual, como en las ocasiones en que han de ejercer justicia, o cuando el fon muere y hay que decidir sobre la sucesión al trono.

Cuando salimos, un guía nos presentó el museo etnográfico, construido entre el Parlamento y el palacio del rey, que reúne multitud de piezas bamileké. Son objetos con funciones religiosas, políticas y sociales y donde destacan los tronos reales con formas de leopardo o mono, taburetes, calabazas y ropajes rituales todos perlados, una gran muestra de su laboriosidad y belleza. Para evitar hacer fotos en el interior, logré adquirir uno de los pocos ejemplares que les quedaba en francés con el catálogo del Museo de Bandjoun y que está comentado por antropólogos cameruneses de prestigio, lo cual me garantizaba una lectura entretenida para el resto del viaje.

El origen del pueblo de Bandjoun parece que procede de su conocimiento de la fabricación de metales; es decir, ellos poseían el fuego y la inteligencia y por eso se hicieron poderosos y dominaron un extenso territorio tal y como muestran en el comienzo de la visita al museo. Sin embargo, otros nos dijeron que Bandjoun significa hombres que compran, porque al estar entre Douala y Yaounde son los que comercian.

Acabada la visita y con una lluvia intermitente nos dirigimos en la furgoneta al valle de Noun, alojándonos en el hotel Paradise, que, si alguna vez lo fue, en aquella ocasión era ya un paraíso totalmente deteriorado. Para colmo me encuentro en la cama con sábanas usadas, una luz mortecina y suciedad. Pero esto es África y no quiero ser el europeo quejica, así que me desnudo y me ducho como puedo, antes de reunirme con todos para cenar y contarnos anécdotas sobre otros viajes que mis compañeros han realizado por todo el mundo.

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