Escribí este artículo el uno de marzo de 2010.
No se cómo nos acostumbramos a las noticias más terribles. Es como si nos hubieran inoculado una droga que nos vuelven insensibles al sufrimiento y al dolor. Digo esto a propósito de lo ocurrido la semana pasada en Kabul, cuando unos supuestos talibanes embutidos en un cinturón de explosivos, se hicieron estallar en un atentado kamikaze entre un sinnúmero de inocentes a fin de lograr un cuantioso daño en forma de muertos, heridos y mutilados.
Sabemos que no es la primera vez, y que Afganistán no es el único país en el que sucede, pero esto no es óbice para que no me interrogue acerca de los motivos, la razón o los sentimientos y la humanidad de quien renuncia a la misma, a su vida y a la de sus semejantes. Y para responder a esta cuestión no me valen las etiquetas de talibanes, brigadas de al-Aqsa, Yihad Islámica o Al Qaeda. Ni tampoco me vale oponer buenos y malos, judíos y musulmanes, cristianos e islamistas. Las preguntas que me valen son parecidas a las que se hace el protagonista de “El Atentado” (Yasmina Khadra, seudónimo femenino de Mohamed Moulessehoul. Alianza, 2008), cuando no da crédito a que su mujer bella, feliz, colmada en todos sus deseos, ha sido capaz de hacerse volar entre un montón de escolares. ¿Cómo puede una persona normal, sana física y mentalmente, decidir, por una fantasmada o una alucinación, que está investida de una misión divina, renunciar a sus sueños y a sus ambiciones para infligirse una muerte atroz mediante la peor de las barbaries?
Y le contesta su amiga diciéndole que hasta los terroristas más curtidos ignoran lo que les ocurre de verdad. Sólo tienen una idea fija: levantar eso que se ha apoderado de tu cuerpo y tu alma para ver lo que hay debajo. A partir de entonces, ya no hay vuelta atrás posible. Además, has dejado de mandar en ti; te crees dueño de tus actos pero no es cierto. No eres sino el instrumento de tus propias frustraciones. Lo mismo te da vivir que morir. En alguna parte de ti mismo has renunciado a lo que podría posibilitar tu regreso al mundo. Estás en las nubes. Eres un extraterrestre. Vives en el limbo y te dedicas a corretear tras las huríes y los unicornios. No quieres volver a oír hablar de este mundo. Sólo esperas el momento de dar el paso. El único modo de recuperar lo que has perdido o de rectificar lo que has errado; en definitiva, el único modo de convertirte en leyenda es acabar a lo bestia: transformarte en bola de fuego en un autocar repleto de escolares o en torpedo contra un tanque enemigo.
Es ante todo la negación de uno mismo y de los demás. No hay humanidad, no existe. No hay política ni derechos. Se desconoce el imperio de la ley y de la moral. Sólo el gesto desbaratado de un cuerpo frente a otros cuerpos que le rodean, y que son alcanzados, mutilados y muertos en ese gesto tan cruel, tan insensible como el que protagoniza el o la kamikaze.
Qué lejos queda esa imagen romántica de los voluntarios kamikazes nipones que se suicidaban en grupo, en beneficio de la patria y el dios emperador; que surcaban el aire y como abejas dejaban su aguijón en el acorazado enemigo. Y nos parecía romántico porque era una lucha desigual entre máquinas manejadas por humanos, iluminados y/o racionales; pero ahora se trata de cuerpos contra cuerpos, y esto nos horroriza. Porque pertenecemos a una sociedad que cuida su cuerpo, adora sus cuerpos, hace iconos de la belleza de los cuerpos y, si admite el suicidio, es por que entraña una decisión individual, íntima, que se realiza ocultándola a los demás, alejada de los demás, de quienes el suicida se separó para siempre.
Consideramos obsceno el suicidio que embarca a la colectividad, que la hace sujeto y objeto del gesto suicida; que no se realiza de manera oculta sino pública, lo más pública posible (un restaurante, un centro religioso, una escuela, un medio de transporte, una discoteca), para que la deflagración sea un espectáculo multitudinario, mediático, horroroso. Ahí se encuentra nuestro miedo. El o la kamikaze no es un suicida de los nuestros, los cuales tampoco nos gustan pero los comprendemos. Hace unos meses contemplaba el mapa de mortalidad europea y, cuando observaba las causas de la muerte e incidía en el suicidio, Francia copaba de color todo el territorio nacional con diferencia sobre el resto de la Unión Europea. Poco después supe de la ola de suicidios que se habían dado en la empresa de France Telecom, que según analistas galos se habían producido a causa de los ritmos y estilos de trabajo impuestos por la nueva dirección. Y hasta algo tan perturbador como estos datos, pasaban por ser relativamente asumibles en sociedad, no así el o la kamikaze que se hace estallar, que revienta su cuerpo en medio de otros cuerpos.
De esta idea del cuerpo como instrumento, hace una magnífica reflexión el filósofo Santiago Alba (El atentado suicida: la negación «si», 2002). Señala que el cuerpo es un instrumento, un arma, una herramienta positiva de intervención en el mundo. Los kamikazes, al retirarse violentamente de él, se siguen ocupando del mundo. Si uno ha perdido la fortuna, la casa, el honor, los hijos, ya no tiene nada que perder. Si a uno le han matado a los hijos, le han robado la fortuna y le han volado la casa, aún se tiene algo que ganar; lo dice el relato de Sansón: «los muertos que mató al morir fueron más que los que había matado en su vida». Su muerte fue, pues, su mejor arma.
Dios prohíbe en El Corán dañar el propio cuerpo, pero obliga a ayudar a la propia sociedad. Prohíbe el alcohol, el ascetismo y el suicidio y prescribe la limosna, la hisba y la justicia social. Los kamikazes palestinos son fedayin o shuhadá, hombres abnegados y generosos que no quieren simplemente matarse, que no quieren librarse de ninguna angustia interior, que no combaten ninguna «conciencia desdichada»: quieren cambiar las cosas de las que ya no gozarán, liberar para sus hijos la tierra que ya no pisarán. Se trata, pues, de hombres altruistas que utilizan la única arma que poseen para ayudar (o al menos eso creen) a la gente que ama. Y por eso Dios, que se ocupa de su gente, les recompensa con el paraíso.
Toda una lógica de quienes sufren, desde hace años y generaciones, humillaciones sin fin; de quienes han sido desposeídos de todo, de quienes no poseen ya otra cosa que su cuerpo. Pero, ¿cómo imponer la lógica del cuerpo como instrumento, o la lógica del cuerpo como fin en sí mismo, sin abandonar nuestra pertenencia a la humanidad? Por que si de verdad pertenecemos y formamos parte de la humanidad, más allá de toda idea o causa justa, está la vida del hombre y no hay Causa en este mundo más grande, más justa y más noble que el derecho a la vida.
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