DE LA MUERTE Y TODOS LOS MUERTOS

El 30 de octubre de 2009 se publicó este artículo en Rioja2.com

Estamos a las puertas del día de los muertos. Del día que celebramos a todos los muertos. Ya han comenzado las campañas de venta y adquisición de flores. A los niños y adolescentes, para su formación, se les recuerda que el próximo uno de noviembre se girará visita al cementerio donde se encuentran aquellos parientes fallecidos y que apenas conocieron, pero que es necesario recordar para mantenerlos vivos, al menos en la memoria. Nuestra intención es familiarizarlos con la existencia de la muerte (ellos que disfrutan de tanta vida), pero también familiarizarnos nosotros mismos con el destino, un destino que no nombramos pero cuyo encuentro no podemos soslayar. Y es que hablar de la muerte exige hoy día vencer muchísimas resistencias, pues salvo para góticos y otras tribus reconocidas por los halloween anglosajones, la muerte es un tabú, como lo fue el sexo para las generaciones sometidas a la dictadura y el catolicismo ultramontano.

Tampoco el consumo se ve estimulado a tratar la muerte si entendemos de la fugacidad del tiempo y la vida. Los intereses comerciales promueven la imagen de la eterna juventud y rechazan el proceso de la vida natural, con su inevitable decrepitud, deterioro y desaparición. El único cadáver aceptable es el “exquisito”, protagonizado por aquellas estrellas suicidas de drogas o coches estrellados, que les permite alimentar el mito en forma de iconos de toda especie, que se prodigarán desde los almacenes al por mayor hasta las grandes superficies o las tiendas exclusivas.

Sin embargo, la muerte no es un acto instantáneo y voluntario como el que puedan representar estos cadáveres exquisitos, sino un largo proceso. Un proceso que se inicia desde el mismo momento de nuestra gestación y que nos llevará a un estado diferente de ser, como en una transición. Van Gennep consideraba la muerte como un “rite de passage”, y es que efectivamente, la muerte física marca el comienzo de un nuevo proceso que continúa después, a posteriori. Porque a priori, la muerte está en la propia vida, y el proceso de morir en la determinación de la enfermedad.

Hoy día parece que podemos elegirlo todo, menos la forma y el momento de morir (salvo entre los suicidas). Por medio se encuentran los familiares y los profesionales de la medicina que se inmiscuyen en el proceso de morir de las personas. La muerte no sólo implica al que se va sino también a los que se quedan. Y los que se quedan tratan de burlar a la parca, como si esta tuviera algún sentido en sus decisiones, o como si quien se va a morir no fuera capaz de tomar la decisión acertada o deseada.

Recuerdo que en el pensamiento de mis mayores se oponían dos clases de muerte: la buena y la mala muerte. Una buena muerte se caracterizaba, entre otras cosas, por la rapidez del desenlace, por la inmediatez, por lo inesperado, mientras que la muerte mala significaba semanas, meses o aun años de lenta agonía. La buena muerte, o la muerte feliz, es la que sobreviene sin estridencias durante el sueño, sin que se entere el afortunado. Recuerdo que mi madre, afectada en sus últimos años de una enfermedad respiratoria, sonreía cuando le contaba que podía morir sin darse cuenta a causa de un proceso que comenzaría con una especie de sopor causado por el anhídrido carbónico que le saturaría los pulmones, y acabaría con su vida en un sueño eterno del que no despertaría. Para ella esa era la muerte deseada. Una muerte sin dolor, corta o inesperada, una muerte sin agonía. Porque aún en el caso de que sea una muerte violenta, deseamos que ésta se produzca de manera rápida y sin dolor, porque lo que realmente nos asusta, no es tanto la propia muerte, como el dolor, el sufrimiento o la agonía.

Quien fuera mi profesora de Antropología, María Cátedra, decía que la buena muerte sucede a una cierta edad, cuando el individuo ha completado su ciclo vital (morir de viejo), y el desenlace ocurre sin enfermedades ni violencias, es decir, de una manera «natural». Los que mueren de viejos no padecen una enfermedad específica, sino que simplemente se terminan, es decir, se acaban. Éste tipo de muerte de vejez, o natural, representa a nivel humano la continuación del ciclo general de la naturaleza. Con la vejez empiezan a desaparecer los miedos a la muerte aunque, dependiendo de las circunstancias, se dan diferentes actitudes. Así ciertos ancianos pierden la consciencia total de su próxima muerte, en cuyo caso «no la sienten»; otros, en cambio, se resignan e incluso aceptan la idea y, por último, los que padecen fuertes dolores «piden la muerte».

La aceptación de nuestra humanidad, nos permitirá la consciencia y el conocimiento de la muerte y todos los muertos. In memoriam de todos ellos.