HIJOS DE PAPEL

Como viene ocurriendo todas las mañanas cuando me encuentro esquivando a los transeúntes que en posesión de un móvil circulan mirando la pantalla y escribiendo con soltura sus mensajes de whatsapp, me pregunto qué urgencia les lleva a responder o iniciar una conversación tan temprano.

Es cierto que a todos nos gusta escribir, más todavía a esos 750.000 analfabetos que se contabilizaban en 2022 y que no disponían de esta habilidad para estructurar y ordenar el pensamiento, evocar la vida y transmitir información sobre sus sentimientos y deseos. Y es que con la escritura nos sentimos vivos y creativos, no importa el medio sobre el que escribamos a pesar de que la escritura sobre papel se encuentra en retroceso frente a los medios digitales.

Aprendimos a escribir sobre el papel, inicialmente en aquellos cuadernos de caligrafía, o más adelante en diarios personales o a través de incipientes poemas o relatos cortos como los cuentos e historias que leíamos. Pero para las generaciones digitales, el envío de cartas y postales, por ejemplo, no se corresponde con sus medios de comunicación actuales a través de las redes sociales y la fotografía y, sin embargo, en uno u otro periodo la comunicación se ha mantenido a través de la escritura, desde la más contenida de los 140 caracteres de twitter hasta la más dilatada en un libro de autoedición.

Recuerdo que hace ya un tiempo, cuando residía en un pueblo de montaña relativamente aislado, tuve la visita extraordinaria de unos familiares a los que les propuse enseñarles aquellas cosas que me habían decidido por este tipo de vida alejado de los cánones urbanos que imperaban por entonces. Cuando les estaba mostrando el ajardinamiento de los terrenos incultos, una tía materna observó la acacia y las adelfas que había plantado y a modo de sentencia me señaló que las personas, para trascender su existencia, deben hacer tres cosas en la vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Acababa de tener un hijo, había plantado un árbol y casi como un reproche porque había abandonado los estudios en la Facultad, me restregaba que todavía no había escrito un libro. El transcurso del tiempo me traería un segundo y, cuando ya no lo esperaba, un tercer hijo, así como la plantación de numerosos árboles desde la semilla, la baya, rama o plantón y, también, unos cuantos libros, aunque como mi tía me advirtió (que buen oráculo), el primer libro no se editaría hasta mucho después de licenciarme.

Es curioso esto de la trascendencia. Yo mismo no he tenido nunca esa percepción cuando escribía, si bien es cierto, que siempre se escribe con el fin de que otros te lean. De hecho, la escasa producción poética que he realizado hasta ahora es porque ha sido dirigida a una sola destinataria, y cuando ésta dejaba de interesarse yo dejaba de escribirle. Los libros, sin embargo, han tenido destinatarios desconocidos y, por tanto, su elaboración no estaba mediatizada por ellos sino por mi capacidad de creación, o por mi interés en su alumbramiento. Por esto, los libros son como hijos de papel, aunque hijos de papel en su creación y alumbramiento, porque en su crecimiento y desarrollo han tenido la cualidad de reunir a un sinfín de personas que los han ahijado y adoptado. En cualquier caso, todos escribimos pensando en el lector o lectores de nuestros mensajes, ideas e historias que nos interesa comunicar. Y el fin no es otro que el de trascender nuestra existencia cotidiana y salvarnos del olvido. Como dice Stefan Zweig (“Mendel el de los libros”. Barcelona, 2009), los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido. Pero si bien no le quito razón a Zweig, ya hace muchos años que grabé el título de una película de Agustín Diaz Yanes, como el pensamiento que guía mi conducta en relación con las historias y libros escritos, y es que “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”.

Aunque precisamente contra el olvido giró en 2009 un hijo de papel al que puse de nombre: Las maestras. Un análisis sobre la identidad de género y trabajo. Porque, como cualquier embarazo, nueve meses después de haber entregado los originales a la parte contratante y trabajado en sintonía con la editorial, salió por fin a la luz el ejemplar editado a golpe de antojos y mucho cariño. No fue un parto extraño, pues en muchas ocasiones me he encontrado con que el tiempo de incubación ha durado diez y hasta doce meses, así que por una vez todo ha discurrido con cierta normalidad editorial.

Quizás, como siempre ocurre con los que no son genios o artistas, el proceso de creación fue lo más costoso, y me ocupó, no tanto tiempo como pensamiento; pues si bien contaba con los materiales de campo desde hacía más de seis meses y también había reunido, tras numerosas lecturas, buena parte de la documentación que luego utilizaría, la necesidad de dar orden y sentido literario a aquél cúmulo de informaciones, datos y relatos biográficos en poco menos de dos meses, me llevó a un estado insomne en el que mi cerebro no se permitía un descanso. Efectivamente, en la primera semana de marzo había regresado de Senegal y pocos días después recibí la nota imperativa que me fijaba el 23 de abril como fecha límite para entregar originales.

Este frenesí para cubrir de páginas el índice que me había impuesto y que me obligaba a redactar un número determinado de hojas diarias, fue el que dio al traste con mis rutinas de sueño y descanso. Ocurrió que en cuanto había luz diurna me levantaba con nuevas ideas que había trabajado en una especie de duermevela, seguía durante todo el día escribiendo y tratando de cumplir disciplinadamente con el número de páginas y, salvo descansos adecuados a las horas de alimento y siesta, me mantenía pegado entre la pantalla del ordenador y las montañas de papeles, libros y artículos que ocupaban toda la mesa, de manera aparentemente desordenada.

Dos semanas después de haber iniciado esta espartana vida de creación caí en un estado de ansiedad que me llevó a la consulta de mi doctora de cabecera, la cual me recetó un potente somnífero cuyas consecuencias, pese a las advertencias, no supe entonces medir. Ocurrió que tras dos semanas tomando el somnífero había logrado un cierto equilibrio entre los tiempos dedicados al sueño y a la creación y, como siempre he sido reacio a medicarme, dejé de tomar los somníferos radicalmente sin guardar los protocolos indicados por la doctora, produciéndome lo que ya me advirtió que podría ocurrir: el denominado efecto rebote; es decir, que volví al estado insomne inicial. Aun así, acabé con tiempo suficiente para dedicarle dos semanas a pulir y mejorar algunos párrafos, vocablos y el sentido del texto final.

De este modo pude cumplir con la parte más difícil en la creación de este hijo de papel y, aunque no quise saber ya más del texto, aún tuve que volver a leerme las pruebas de imprenta dos veces más, buscar la parte ilustrada y gráfica que acompañaría el texto y, finalmente, dar el visto bueno al vestido con el que se presentaría en sociedad. Fue por entonces que me prometí no volver a escribir nunca más un libro, dedicarme a los hijos biológicos y a las plantas de mi jardín y, cuando me hiciera muy mayor, poner un huerto con el que ver pasar las estaciones. Promesa que he incumplido, si tengo en cuenta que he dejado de cultivar un huerto, mientras cultivo a un hijo y escribo otro libro.