ADOLESCENCIAS

Últimamente leo que adolescentes sufren o provocan bullyng, están sujeros a adicciones (alcohol, juegos de azar, drogas, internet…), padecen agresiones sexuales o son violadores, tiene problemas de salud mental y piensan en suicidarse o lo consiguen. Un ejército de orientadores, terapeutas y psicólogos se han puesto a justificar sus empleos dictaminando y diagnosticando ese tiempo todavía nebulosamente indefinido que es la adolescencia, pero lo ciertto es que no hay una dolescencia, sino un universo de adolescencias, como ocuree con las fases liminales.

Hace un tiempo, tan solo el de unas pocas generaciones, el tránsito entre la infancia o periodo de dependencia de los adultos, y la juventud o periodo de adquisición de madurez, autonomía e independencia, se producía mediante ritos de paso construidos y valorados socialmente.  Sin embargo, se ha introducido un nuevo estado de transición entre la niñez y la juventud; un estado donde no se es ni lo uno ni lo otro y donde no se percibe la persona ni como dependiente ni como independiente. Es más bien un estado liminal.

Coincide este nuevo estado de transición, con la gran importancia de ser joven en el contexto de la sociedad de consumo. Precisamente este estiramiento de los límites temporales de la juventud hasta edades que antes fueron consideradas propias del periodo de adultez o de madurez, ha dado paso a la creación y desarrollo de este nuevo periodo en el desarrollo humano que sirve de transición entre la infancia y la juventud y al que se ha denominado adolescencia.

En este sentido, la adolescencia no tiene unos límites o marcadores temporales precisos y se mueve en la inexacta e incierta cronología que abarca desde la niñez hasta la juventud, es decir desde los once y doce años, hasta los diecinueve y veinte. Tal número de edades comprendidas en dicho intervalo puede resultar una manera muy arbitraria de clasificar a las personas, pero así podemos entender mejor el proceso de construcción de la identidad adolescente que necesariamente es diferente para cada persona comprendida en esas edades, obligándonos de este modo a hablar de adolescencias y de adolescentes y no de la adolescencia de forma genérica para determinar a todas las personas comprendidas en estos marcadores temporales.

La adolescencia como la juventud no es más que una palabra inventada para escenificar tránsitos a la edad adulta, es un dato biológico socialmente manipulado y manipulable, pues la adolescencia y la juventud en el mundo occidental, han dejado de ser etapas de transición para convertirse en construcciones sociales, en etapas vitales cada vez más alargadas por la difícil y retardada incorporación al mercado laboral, entre otros factores.

LA BUENA MUERTE

Con un gran alarde de inhumanidad se despachó la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, al justificar que en plena pandemia los mayores en residencias no se derivaran a hospitales, porque se iban a morir igual y no se iban a salvar en ningún sitio. Pero ha obviado que no es lo mismo morir en un hospital sedado y con cuidados paliativos que hacerlo en una habitación solo, asustado y entre dolores insoportables. Si hay que morir (no está claro que así tuviera que ocurrir para los 7.291 mayores residentes cuando entre los que sí fueron hospitalizados se salvaron el 65%), que sea siempre con el objetivo de una buena muerte.

Hoy día parece que podemos elegirlo todo, menos la forma y el momento de morir (salvo entre los suicidas). Por medio se encuentran los familiares y los profesionales de la medicina que se inmiscuyen en el proceso de morir de las personas. La muerte no sólo implica al que se va sino también a los que se quedan. Y los que se quedan tratan de burlar a la parca, como si quien se va a morir no fuera capaz de tomar la decisión acertada o deseada, es decir, la buena muerte.

La antropóloga María Catedra señalaba que la buena muerte sucede a una cierta edad, cuando el individuo ha completado su ciclo vital (morir de viejo), y el desenlace ocurre sin enfermedades ni violencias, es decir, de una manera “natural”. Los que mueren de viejos no padecen una enfermedad específica, sino que simplemente se terminan, es decir, se acaban. Este tipo de muerte de vejez, o natural, representa a nivel humano la continuación del ciclo general de la naturaleza. Con la vejez empiezan a desaparecer los miedos a la muerte, aunque, dependiendo de las circunstancias, se dan diferentes actitudes. Así ciertos ancianos pierden la consciencia total de su próxima muerte, en cuyo caso “no la sienten”; otros, en cambio, se resignan e incluso aceptan la idea y, por último, los que padecen fuertes dolores “piden la muerte”.

En realidad, se oponen dos clases de muerte: la buena y la mala muerte. Una buena muerte se caracteriza, entre otras cosas, por la rapidez del desenlace, por la inmediatez, por lo inesperado, mientras que la muerte mala significa semanas, meses o aun años de lenta agonía. La buena muerte, o la muerte feliz, es la que sobreviene sin estridencias durante el sueño, sin que se entere el afortunado. Es una muerte sin dolor, corta o inesperada, una muerte sin agonía. Porque aún en el caso de que sea una muerte violenta, deseamos que ésta se produzca de manera rápida y sin dolor, porque lo que realmente nos asusta, no es tanto la propia muerte, como el dolor, el sufrimiento o la agonía.

A VUELTAS CON LA NATALIDAD

Cada poco tiempo, cuando se publican estadísticas demográficas, asistimos a un sinnúmero de mensajes plagados de tópicos que apuntan a una supuesta crisis demográfica, mediante una imagen alarmista que aparece dibujada a través de una sociedad sin niños y en la que no se podrán sostener y pagar las pensiones, cuando lo cierto es que estamos asistiendo a una auténtica revolución reproductiva.

Si observamos el cambio en la estructura piramidal de la sociedad, vemos que los niños que nacen ahora en La Rioja no se mueren como antes (en 1975 eran diecisiete por cada mil nacidos vivos mientras que en 2022 han sido cuatro). Por su parte, la esperanza de vida al nacimiento es mucho más alta (al principio del siglo XX no llegaba a los 35 años, mientras que en 2022 alcanzó los 83 años). Al aumentar la esperanza de vida ya no es necesaria la natalidad de antaño. Cuando se han ganado años de calidad de vida, la población rejuvenece. la reproducción debe leerse no sólo como la fecundidad, sino también como los años vividos y en este sentido ha habido una revolución.

Hoy los padres se vuelcan en el cuidado de los hijos en todos los aspectos, y estos hijos se volcarán a la vez en el cuidado de los suyos, hasta que las generaciones apenas pierdan efectivos antes de llegar a la vejez, de modo que las altas fecundidades del pasado se vuelven innecesarias y la mujer se ve liberada de aquella “obligación” reproductora, añadiendo un valor altísimo a cada nueva vida traída al mundo.

Lo que sí nos sigue faltando en esta revolución reproductiva son políticas de conciliación, cambios en el sistema laboral que atiendan a la carrera profesional de las mujeres, al desempleo y la precariedad, a las desigualdades de género y, sobre todo, a políticas públicas que redistribuyan de forma más equitativa los costes asociados a la crianza de los hijos/as –sobre todo en los primeros años– entre las familias y la sociedad, y que promuevan la corresponsabilidad en los cuidados de mujeres y hombres. Pero ese es otro cantar.

PROYECTO DESTRUCTIVO

Saludamos con normalidad la alternancia política en el gobierno de nuestras instituciones porque esto permite acceder a cambios y variaciones en nuestro modo de relacionarnos, y es un medio habitual en el ejercicio del poder político para implementar nuevos proyectos que amplíen de forma beneficiosa nuestra forma de vida en comunidad.

Sin embargo, asistimos con pesadumbre a una situación que sigue un curso, un camino por el que no se avanza, sino que se retrocede. Esto está ocurriendo en diversos lugares de nuestro país donde se ha producido un cambio en la toma de poder de las instituciones, pero para no extendernos sobre todos ellos nos fijamos en lo que sucede en la ciudad de Logroño donde el Partido Popular ha alcanzado el poder sustituyendo al Partido Socialista.

Y lo que está presentando el nuevo gobierno municipal no son proyectos novedosos que mejoren la convivencia en una ciudad tan necesitada de espacios relacionales donde se exprese la tolerancia de sus habitantes, si no una disposición a destruir los proyectos iniciados por el anterior equipo de gobierno. Y esto es muy grave porque nos indica que no disponen de ningún proyecto político propio, sino que su plan y diseño político es la reestructuración y reforma de los proyectos ajenos, en un afán de destrucción de cuanto suponía una mejora para el conjunto de la ciudad, al menos para los más de treinta mil ciudadanos que manifestaron con su voto el acuerdo a los proyectos iniciados o dispuestos en la legislatura anterior. Y que ahora, supuestamente, los treinta y seis mil votos al partido popular que le otorgaron el gobierno son para que se dedique a destruir cuanto se hizo y proyectó, desentendiéndose de crear o presentar nuevos proyectos que, tal parece, nunca existieron. Volverán las dobles filas, los ruidos y la contaminación, la inseguridad de peatones y ciclistas, estrechamiento de aceras para manejo de cuatro vías de calzada dos dedicadas a aparcamientos y dos a circulación, junto a un carril bici jibarizado y de donde son expulsados los vehículos de movilidad personal y bicicletas de carga; en definitiva, un proyecto destructivo.

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LA COCINA ECONÓMICA

Para quienes disfrutamos de una casa en el medio rural, y además con muebles y enseres propios del siglo pasado, en estos días de frío invernal no nos ha pasado desapercibida la existencia de cuantos han servido de calentamiento de hogares y personas. Entre otros quiero destacar la cocina económica, llamada así por el ahorro que supuso confinar el fuego a una cámara construida con ladrillos refractarios, pero que calentaban una superficie amplia de metal, donde cocinar los alimentos sin que ollas y otros utensilios empleados entraran en contacto directo con el fuego, como sí ocurría en aquellos hogares o fogones de, en general amplias chimeneas de gran tamaño, cuya base se construía en un escalón levantado sobre el suelo y donde el fuego para el cocinado de alimentos se producía sobre el fogón, que aprovechaba útiles como las trébedes, pucheros y ollas de barro que se apoyaban sobre las brasas, dotándose igualmente de pequeños asientos o bancos alargados y con respaldo, que calentaban frontalmente a los hogareños de dichas cocinas.

Volviendo a la cocina económica de mi casa, esta se encontraba desde hace años arrumbada en un espacio determinado de la sala donde se encuentran fregadera, despensa y electrodomésticos varios, y que pasaba desapercibida bajo una chapa que ocultaba la de hierro forjado y ya quebrado por el uso de décadas de calentamiento y cocción. Aquella mañana me dispuse a probar su eficacia actual y para ello comencé por limpiar el cenicero de los restos acumulados de años de desuso y acumular los tacos o tocos de leña troceada que necesitaría para encender el hornillo. No me costó apenas encenderla con unas astillas y luego palos y finalmente los tocos que se convertían en brasas, hasta que muy pronto noté que la chapa se calentaba sin necesidad de abrir el tiro por donde la corriente de aire hace las veces de fuelle, mucho más en los quemadores cercanos y hasta en buena medida el horno que dejé con la puerta abierta. Sólo me restaba aprovechar el fuego con una cazuela, donde preparé un bondadoso caldo de huesos y verduras.

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HOSPITALES

Observo con certidumbre que todos hemos pasado por un hospital, bien como pacientes o bien como acompañantes, y hasta en ocasiones por ambas situaciones. Y la impresión que he sacado es que nos movemos como seres anónimos que han perdido los rasgos de su identidad, bien porque ya nos identifican con un número, una pulsera, o simplemente por la sensación de soledad, aunque en la sala de espera o en la habitación nos encontremos rodeados de otra gente anónima como nosotros. Es como si ya nos hubieran introducido en el box hospitalario, ese compartimento reservado a los enfermos ingresados en urgencias, donde vemos transcurrir los minutos sin que nadie se dirija a nosotros con unas palabras de consuelo, o con información acerca del porqué del aislamiento. Por lo general, la cita más repetida es la de enfermería señalándonos que enseguida seremos atendidos por el médico especialista. Mientras tanto percibimos el movimiento de camillas que se avistan ligeramente entre los hules de color verde o azul con los que se separan los inquietantes compartimentos.

Y en la sala de espera, si uno es paciente, nunca un término mejor empleado, esperamos y desesperamos arrugando nerviosamente el papel con el número que nos han dado mientras la mirada se dirige, como la de todos los de la sala, hacia el monitor que, como en el sorteo de Navidad, nos ofrecerá el premio de la suerte con el que pasar al consultorio donde el médico nos atenderá.

Y qué nervios, qué inquietud cuando estamos de acompañantes y paseamos nerviosamente por los pasillos del hospital haciendo un alto en la cafetería y volviendo al pasillo de nuevo, entre tanto no hace acto de presencia el paciente en la cama, y despierta de su letargo anestésico si es que procede de la mesa quirúrgica, o bien reclama con apremio las cosas más innecesarias como información acerca del estado de salud del paciente.

Muchas anécdotas disponemos de la vida hospitalaria, incluso de la despedida, esa en la que ya nada importa y en la que sólo el dispositivo de cuidados paliativos nos permitirá finalizar con bien nuestra estancia.

HACER COLA

Como casi todos los días me dirijo al mercado próximo donde acostumbro a adquirir los alimentos que voy a consumir en el día, pues en ese mercado se agrupan toda clase de establecimientos alimentarios, incluso está dotado de cafetería donde hacer más liviana la espera para ser atendido. Esa es mi suerte.

Y como casi todos los días, dadas las horas a las que voy, me encuentro con grupos de personas haciendo cola para comprar en todos los puestos. En unos ya disponen de una maquinita para recoger el número con el que te atenderán cuando toque, pero en la mayoría nos servimos de la expresión “dar la vez”, el turno, el puesto, en definitiva, el lugar que te corresponde por haber llegado el último a la fila de compradores. Así, me he visto realizando la necesaria pregunta de “¿quién es la última?”, porque a continuación seré yo el último y, por tanto, me veré obligado a dar la vez al comprador que se acerque al mismo puesto.

Estas expresiones de dar la vez y preguntar por quién es el último, es una consecuencia del aumento de gente en situación de espera para ser atendido, pero que no se encuentra ordenada físicamente uno detrás de otro haciendo prescindible la pregunta de quién es el último de la fila. Claro que, en ciertos lugares y en ciertas ocasiones, como cuando se estrena o proyecta una obra en el teatro y aún no han abierto, o cuando hay reparto de algo, no son pocas las veces en que me he encontrado con hileras de personas haciendo la cola y formando en línea, casi como si lo hubieran aprendido en el servicio militar.

Por último, nada de hacer cola, pues se trata de guardar el sitio, principalmente cuando nos vemos obligados a una espera de horas, como en el caso de cabalgatas, desfiles y procesiones varias que, si bien no me interesan especialmente, sí despiertan la curiosidad del peque, y para hacerle la espera más ligera, sitúo su carrito al borde de la calzada mientras apuramos nuestras consumiciones en la terraza aledaña. Faltaría más.

CUMPLEAÑOS

Celebramos los cumpleaños por rutina. Asumimos la función de cumplir años, como si esto supusiera un contrato que nos obliga el hecho de vivir, de seguir vivos y por tanto de celebrar la existencia. Pero ¿es que los muertos no cumplen años? Yo creo que sí, que también cumplen años y, unas veces conmemoramos el aniversario de su fallecimiento y otras celebramos su nacimiento. O quizás ni conmemoramos ni celebramos el cumpleaños del difunto. Porque, qué sentido puede tener recordar el paso del tiempo de una persona cuya existencia se mide en una eternidad, es decir, en lo contrario de un tiempo con duración limitada, de un tiempo contable y limitado por una existencia fugaz. Así pues, conmemoramos más el aniversario del fallecimiento que el nacimiento del difunto, y lo hacemos a través de la memoria de cuando estuvo vivo, mediante un homenaje que se basa en los recuerdos de la vida del ser fallecido, de los múltiples momentos, anécdotas e historias que cuajaron su vida.

Los muertos cumplen años desde su fallecimiento, mientras que el año del nacimiento se celebra entre los vivos, entre los que aun valoran el milagro de la vida. Y entre los vivos el cumpleaños pasa por distintas etapas a lo largo de nuestra existencia, porque si bien desde pequeños nos instruyeron en el ritual de celebrar el aniversario del nacimiento como un modo de ser mayor, de avanzar en la existencia y vivir desprendiéndonos de cuanto suponía la etapa infantil, adolescente y luego juvenil para ser definitivamente adultos, lo cierto es que una vez nos consideramos adultos vivimos los cumpleaños con un cierto deje de tristeza, porque los tiempos pasados se observan a partir de entonces con nostalgia, y porque la memoria comienza a dotar aquellos años de una pátina de felicidad. Y es que hacernos mayores, es contar los años que nos pueden quedar de vida y no los años que nos quedan para hacernos adultos, que ha sido la trampa en la que nos hicieron caer nuestros mayores cuando aún desconocíamos el valor del tiempo en la existencia finita de nuestras vidas.

IGUALES PARA HOY

Y no, no es del cupón de la ONCE, y no voy a tratar de aquellos vendedores ciegos que voceaban la tira de iguales que llevaban prendida en la solapa con un alfiler. Me quiero referir a la letanía sobre la igualdad que desde hace meses predican los videntes del Partido Popular, y con la que como un martillo pilón nos machacan desde todos los medios a su alcance, que no son pocos, hasta lograr que se tatúe en nuestro cerebro la palabra Igualdad. Igualdad formal y sin significantes, porque no se trata de igualdad material, ni de igualdad de género, o de oportunidades, o económicas, ni de igualdad social, cultural o política.

Y ni siquiera se puede creer que prediquen realmente la Igualdad formal, fundamentada en el artículo 14 de la Constitución Española, cuando dice que los españoles son iguales ante la ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Pues la realidad como muy bien conoce el acervo popular, ese conjunto de bienes morales y culturales acumulados por tradición, la justicia es ciega y no es igual para todos, tal y como bien se puede explicitar en numerosísimos ejemplos de discriminación y privilegio, quizás el más palmario aquel con el que se identifica al emérito jefe del Estado.

Por supuesto que nunca se acompañará la Igualdad de cualquiera de sus significantes, porque eso delataría al orador en sus pretensiones, ya que, por más que lo intentara, la desigualdad material en cualquiera de sus acepciones es manifiesta y, en todo caso, debería pronunciarse en el mismo sentido que señala la Constitución de remover los obstáculos que impiden la igualdad real en cualquiera de sus manifestaciones.

Pero lo más curioso es que la divisa republicana de libertad, igualdad y fraternidad que representa la lucha contra la desigualdad y el abuso de poder en la Revolución Francesa, está en nuestro país adoptada por la derecha (Ayuso Libertad, Feijóo Igualdad), y quizás muy pronto por la extrema derecha, que bien podría utilizar en futuras convocatorias la exaltación de la fraternidad.

BRAGAS Y BRAGAZAS

En las últimas semanas nos han ofrecido en toda clase de medios y hasta la saciedad, pese a que aún no ha acabado todavía, al presunto delincuente Rubiales y más cerca de nosotros, a esos jovencitos en celo de la Universidad de La Rioja, que como señala un amigo mío celebran la berrea a través del WhatsApp, reclamando para atraer a sus congéneres, chorradas y zafiedades como que les romperían las bragas.

Estos jovencitos a pesar de que ya han visto muchas películas pornográficas desconocen que las bragas, como muestra el Tesoro de la Lengua de Sebastián de Covarrubias, son cierto género que se ciñe por los lomos y cubren las partes vergonzosas por delante y por detrás, y un pedazo de los muslos tanto masculinos como femeninos. Así usan de ellas los religiosos y llámanlas paños menores. Antiguamente usaron de las bragas los que servían en los baños, por la honestidad, los que se ejercitaban en los gimnasios, luchando y haciendo los demás ejercicios desnudos. Los que entraban a nadar, que se enseñaba en Roma con gran cuidado, por lo mucho que importaba para la guerra. Los pregoneros, porque no se quebrasen dando grandes voces. Los comediantes, los cantores, los trompeteros y los demás que tañían instrumentos de boca.

En fin, que las muchas acepciones de bragas, braguetas, bragueros y cómo no, del muy señalado braguetazo, no nos libra de habernos convertido y no por arte de birlibirloque en una sociedad de bragazas. Reconozcamos que formamos parte de una sociedad de personas condescendientes con los deseos de los poderosos, de los que poseen riqueza, poder o ambas cosas. Aceptamos lo que nos indican que hagamos sin un mínimo de crítica. Nos acomodamos a los cambios, incluido el climático, sin intervenir en esos procesos, dejándonos llevar y traer al compás que nos marcan en los noticieros. Vivimos anestesiados en la incertidumbre de modo que al más tonto lo convertimos en el referente de nuestras vidas. Por eso, si hay que linchar a alguien los medios se encargarán de señalarnos al culpable, no vaya a ser que nos interroguemos acerca de nuestras vidas sacrificadas, desgraciadas, en suma.