DESCONEXIÓN

Tenemos dificultades para desconectar y descansar nuestra mente y ciframos nuestras esperanzas en la llegada del fin de semana o de las vacaciones. También hemos pensado en la probabilidad que tras las elecciones del 28 mayo se habrá acabado el bombardeo constante de mensajes, programas y opiniones de todo tipo (como si no fuera cierto que llevamos ya cuatro años en periodo electoral y además todavía nos faltan las elecciones generales de julio), para de ese modo acabar con el embotamiento de nuestra conciencia.

Pero cuando hablamos de desconectar nuestra mente y cesar el flujo de noticias y anuncios que invaden nuestra vida personal, no estamos pensando sólo en las elecciones y las campañas electorales, sino que estamos soñando en dejar atrás el agotamiento que nos producen las tareas y responsabilidades cotidianas. Porque son las preocupaciones del día a día las que despiertan en nosotros la ansiedad y el estrés que nos impide ese descanso necesario con el que revertir los sentimientos de tristeza o frustración que nos acompaña.

Yo he probado dejar fuera de mi vida ciertos estímulos adocenantes como la televisión, pero no he dejado de escuchar puntualmente programas informativos de radio o la lectura de la prensa. Y, sobre todo, no he dejado de lado las redes sociales como buen adicto a la tecnología. Así que de poco me ha servido dejar de lado un solo medio para desconectar.

Y, sin embargo, recuerdo de mi primera juventud cuando no sufría de insomnio o de dificultad para concentrarme, que pasaba los días realizando actividades placenteras, siendo consciente de lo que hacía y de lo que necesitaba sin el apremio de consumir. Y esto era posible porque pasaba mucho tiempo en relación con los demás y conmigo mismo, escuchándolos y escuchándome, manteniendo la comunicación y en conexión con la naturaleza.

Entiendo que si hoy nos cuesta tanto desconectar e interrumpir el nexo de una vida estresada y que nos ha conducido a ser el país del mundo donde se toman más tranquilizantes (ansiolíticos, hipnóticos, y sedantes), es porque nos hemos desconectado de la naturaleza y, por tanto, de nosotros mismos.

PLÁSTICOS Y ENVASES

Pese a que, con el nuevo año, en cumplimiento de los acuerdos con la UE en materia de prevención de residuos y economía circular, se incorpora un impuesto de 0,45€ por kilo de plástico utilizado para fabricar envases de un solo uso (envases no reutilizables que contengan plástico, tanto si se presentan vacíos como si se presentan conteniendo, protegiendo, manipulando, distribuyendo y presentando mercancía), seguimos con una legislación de las más bajas de Europa en materia de fiscalidad verde.

Es una medida que va contra el uso excesivo del plástico de un solo uso entre las grandes cadenas de supermercados, pues se trata de fomentar la economía circular y, en esta dirección, se obliga igualmente a los fabricantes a financiar la recuperación de aquellos envases que aparezcan en los contenedores generales o las papeleras y los que se tiren en el entorno, quizás una medida más importante que la propia imposición de una tasa a la producción del plástico, pues de ese modo se obliga a los fabricantes a que asuman el coste integral de la gestión de este material incluso cuando se presenta en forma de residuo. Esta disposición, como opera contra los fabricantes, traerá una reducción significativa de los plásticos.

Menos atención ha recibido el conjunto de los envases (latas y botellas de plástico), cuyo reciclaje sigue en manos de las principales compañías productoras, a través del lobby empresarial de ECOEMBES, pese a que su sistema de reciclaje apenas llega, según sus datos, al 70% de los mismos. Ecoembes se opone frontalmente al sistema SDDR (Sistema de Depósito, Devolución y Retorno), un sistema implantado en algunos países, como Alemania, con un éxito comprobado superior al 90% en la recuperación para su reutilización, gracias a contenedores donde las personas reciben una pequeña cantidad de dinero en el momento de su retorno. Lo más próximo que acepta es el sistema RECICLOS, por el que mediante una app se escanea el código de barras de la lata o botella de plástico a reciclar, y luego se escanea el código QR que hay en un contenedor, aunque el ciudadano digital no recibe dinero, pues se destina a ONGs

VIAJAR

Viajar es para quienes pueden viajar, porque de entrada no todos pueden viajar, sólo los occidentales y los ciudadanos de países reconocidos por éstos, y aun éstos últimos con dificultades, pues sus gobiernos pueden denegarles el pasaporte, y los gobiernos de los países de destino el visado. Y si pasan esos filtros administrativos, aun tienen otros que salvar como demostrar solvencia económica, adquirir plazas hoteleras y todo aquello que permita valorar que no se van a quedar una vez finalice el plazo establecido en el visado de entrada. Todos sabemos que los papeles que rellenamos en frontera no son sino una sarta de mentiras que necesariamente hay que firmar y que justifican la mala gestión administrativa, y así y sin empacho podemos decir que aceptamos todas las normas consuetudinarias, que no somos extremistas ni fundamentalistas, que venimos de visita y no a trabajar, así como todo  lo que les venga en gana a sus iluminados consejeros. Lo importante es declarar nuestro ánimo de contribuir a las arcas del país al que te diriges y que una vez agotados los recursos económicos nos iremos por donde llegamos porque de lo contrario nos declararán ilegales, carne de cárcel y expulsión.

Es verdad que hay muchos que consiguen pasaporte, visado y hasta disponen de recursos económicos para viajar seguros, pero sabemos que según sea el origen nacional algunos tienen vedados aeropuertos, puertos y estaciones. En este caso toman la incierta aventura de la inmigración irregular, pagan a los coyotes que les embarcan en botes inundables o piragüas de la muerte encomendándose a la naturaleza con la vana esperanza de llegar a la Europa que tanto han contemplado en las televisiones, gracias a los satélites de esas mismas potencias que ahora les niegan el paso.

Yo quería ir al Golfo de Guinea, concretamente a Douala (Camerún) y el viaje barato (low cost) consistía en coger la compañía Turkish Airlines que además de financiar el mundial de fútbol parece que también tenía dinero para una revista de papel couche de alto gramaje y fotografías a color de gran tamaño con el  desarrollo del autogolpe militar de Recep Tayyip Erdoğan  ofreciendo a los pasajeros de la línea  un recorrido visual desde las primeras noticias que aparecieron en occidente hasta el triunfo del eufemísticamente denominado moderado islamista Erdoğan. Toda la revista es patética y se encuentra en la línea publicitaria con la que se envuelven otros moderados dictadores y/o militares. Pobres millones de viajeros que una vez pensaron llegar a Europa y se quedaron a vivir en los campos de concentración turcos.

Me dicen que gracias a los vuelos baratos hay más gente que viaja a otros lugares del mundo, y puede ser cierto porque en los viajeros se cifra el beneficio de las compañías aéreas, pues aumentando la clientela lograron competir con ventaja frente a los compañías tradicionales cuyos resultados no están sólo función del número de pasajeros sino en función de los servicios prestados, por ejemplo mediante la distribución de los asientos creando un espacio por butaca superior a las lineas low cost, o destinos sin escalas o bien un tratamiento individualizado de los pasajeros, eso sí, distinto a los VIP, y los menús. Una estrategia reconocida fue limitar el número de aceitunas en los menús, lo que permitió un ahorro sustancioso en las cuentas de resultados al cabo de un año. Curiosamente  me fijé en que Turkish Airlines utilizaba en su menú dos aceitunas, una verde y una negra, todo medido con exactitud matemática para que las plusvalías sean las más ajustadas según criterios financieros de cada compañía.

Hoy día, con la crisis financiera muchas de aquellas compañías tradicionales cambian de estrategia y deciden la fusión entre ellas o su diversificación estructural uniendo a su flota de vuelos tradicionales otra flota de vuelos low cost, de modo que todas compiten en las mismas condiciones, con sus flotas de locos y de vuelos tradicionales, de modo que se organizan en torno a la demanda de dos tipos de pasajeros en función de su capacidad adquisitiva. A unos los consideran como de valor añadido y a otros los consideran de segunda clase embutiéndolos en paquetes turísticos del «Todo incluido».

Y luego están los aeropuertos, elementos que hasta ahora se consideraban subsidiarios de la implantación de líneas aéreas o vuelos regulares, pero que  con la publicidad del miedo y la paranoia del terrorismo han pasado a ser un elemento crucial en el gran negocio del viajar. Todos los pasajeros nos hemos visto de un modo u otro obligados a pasar por controles infames y humillantes y además obligados a pasar varias horas del viaje en estos interminables hormigueros humanos cuya única salida es la llamada del embarque, y donde la única opción vital que se ofrece es la del consumo. Con una clientela fidelizada durante horas, los aeropuertos se han convertido en un objetivo financiero y comercial de primer orden. Además el negocio estaba asegurado desde el momento en que construidos y pagados por los contribuyentes han sido malvendidos a grupos financieros, unas veces aduciendo pérdidas y otras ensalzando la eficaz gestión privada, ahora bien, sin la pesada carga de los trabajadores, los cuáles nunca entran en los acuerdos como no sea para  atender a sus despidos.

 

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LA BRECHA SOCIAL

La sociedad cohesionada (pese a las diferencias de riqueza), segura (tras un sistema de bienestar pese a estar poco desarrollado), y optimista (con perspectivas y objetivos de futuro pese a la ineficacia de políticos y especuladores), se ha transformado en apenas estos dos últimos años en una sociedad quebrada, miedosa y con incertidumbre. Porque las diferencias de riqueza entre unos pocos y la mayoría se han hecho más profundas, porque el precario estado del bienestar se está desmontando a gran celeridad y porque una ola de pesimismo se ha instalado en las conciencias.

Vuelven las dos Españas pero las dos tienen helado el corazón. Es cierto que algo más del 40% disponen de empleo, ahorros, seguridad, y confían en que este momento forma parte de un ciclo en el que a ellos les ha pillado provistos y, aunque miran con desconfianza el presente, piensan que en el futuro volverán a ocupar una posición de dominio. La crisis les afecta, pero en su ritmo de vida consumista y de despilfarro.

En el otro 60% largo se encuentran los precarios, los supervivientes, los que están al límite, aunque cuentan con una red familiar, a veces de amistad, y en ocasiones con los servicios sociales y de voluntarios ciudadanos, que son quienes les proveen de la ayuda suficiente para evitar el riesgo de caída si este se hace inminente. Han cambiado de actividad y están dispuestos a someterse a la voluntad del gobierno, del mercado o del patrón más inicuo con tal de sobrevivir. Han ajustado sus gastos y gastan marcas blancas, gorroneando en los comedores familiares. Pero también se encuentran en este gran grupo humano los que han perdido todo, los fracasados, los sin techo, los sin trabajo ni esperanza de trabajo, los que menudean una limosna o un cigarro (ahora que ya todo da igual, incluida su salud). Han perdido el empleo, la vivienda, los hijos; han gastado sus ahorros y solo disponen de deudas, han perdido la red familiar (por lo que sea), y los amigos se vuelven contrarios. Son los excluidos, los que están fuera del sistema y tan sólo las organizaciones humanitarias (porque ni a los servicios sociales acuden), mitigan en parte las privaciones y la humillación de vivir en una sociedad que les aparta.

Es la brecha social. Una brecha entre los de arriba y los de abajo. Una brecha que por arriba separa a los muy muy ricos de los que se consideran con un estatus de relativamente ricos. Una brecha que separa por abajo a los precarios con la incertidumbre de si su estatus bajará al nivel de los excluidos, de los excluidos y desahuciados, de los sin papeles y extranjeros en su tierra, del detritus del capitalismo.

Estamos arrebatados por el discurso de la crisis, de la deuda pública y la privada y al toque de sálvese quien pueda nos desperdigamos en la selva arrostrando los peligros de una muerte en solitario. Es la muerte social, de toda una sociedad. Y empieza a cundir el pánico porque no encontramos referentes en los partidos políticos, de los que abominamos porque nos engañaron con sus falsas promesas. Los partidos que se denominaban de izquierdas hacen y defienden la política de la derecha rancia y conservadora, y los partidos de derechas se travisten de demócratas, populares y socialistas. Y si buscamos esos referentes en otras organizaciones de masas que en sus estatutos defienden un modelo de sociedad cohesionada encontramos a los sindicatos, que pactaron con aquellos partidos y no supieron defender a los desposeídos del empleo, la riqueza y ahora la seguridad.

Entonces ¿qué nos queda? Podremos cerrar la brecha, la enorme brecha con estas mimbres. Yo creo que sí podemos cerrar esta brecha. Con espíritu solidario y combativo con la injusticia, defendiendo las conquistas sociales de nuestros antecesores y ampliándolas para quienes nos sucedan, buscando auténticos referentes políticos y ecológicos donde nuestra participación sea real y alejada de la maquinaria electoral. Oponiéndonos al desarme moral de una sociedad cohesionada y brindando porque el año 2011 sea el año de nuevas conquistas sociales, con nuestra fuerza, con nuestro empuje, con nuestro valor.

 

CONSUMIR, GASTAR, DESTRUIR

Resulta cuando menos contradictorio vivir en una sociedad donde el nivel de vida del buen ciudadano se asienta en la exclusión del otro. Y observo como la receta neoliberal de crecimiento ilimitado, está tomando asiento en la conciencia de ese buen ciudadano que asimila el mantra, según el cual, para acabar con el desempleo, la pobreza y la desigualdad se necesita crecer, crecer y crecer más que los países que se encuentran por delante de nosotros hasta alcanzarlos o superarlos (jo, jo, jo, ya somos la octava potencia mundial). Sin embargo, ahora precisamente que han encendido las bombillas navideñas y que los escaparates se visten de colores y por las aceras nos persiguen con el sonsonete de los villancicos, es cuando ha llegado el momento para gritar fuerte, alto y claro, que no vamos a consumir, que no vamos a gastar, que no vamos a endeudarnos con toda esa parafernalia que nos conducirá a perder bienestar, salud y vida.

Porque no hay nada más contradictorio en este capitalismo posmoderno que reducir los ingresos (para algunos hasta por debajo del umbral de pobreza), y reclamar al mismo tiempo que consumas más bienes perecederos, inútiles y poco amigables hasta endeudarte aún más. Ni tan contradictorio como estimular el gasto de energía y a su vez aumentar la dependencia de recursos escasos, no renovables y cada vez más caros. Ni tan inasumible como programar una economía sostenible basada en la productividad de bienes pero no del empleo, a costa del descenso de los servicios y del nivel de vida y bienestar de los ciudadanos, a costa del consumo de materias primas altamente contaminantes como el carbón español. Ni tan absurdo como promover los cánones de belleza en torno a la delgadez, las tallas pequeñas y las modelos anoréxicas y, a su vez, incitar al consumo de proteínas animales, grasas, azúcares y en general alimentos sin valor nutritivo, pero que consiguen la culpabilización del ciudadano obeso. Porque no hay nada más ignominioso en este planeta que adquirir el estatus de obeso cuando el 80% del planeta no consigue las calorías suficientes, y un alto porcentaje muere diariamente de inanición.

Qué escándalo oír, ver y saber que el consumo de bienes durante la Navidad no sólo no mejora nuestra vida en este mundo de privilegiados, sino que tampoco ayuda al sostenimiento del planeta para que las generaciones que nos continúen o nos hereden lo encuentren en condiciones más justas y solidarias. El consumo tampoco colabora en amortiguar los desequilibrios territoriales y las desigualdades sociales, y tan sólo sirve para mejorar la cuenta de resultados de quienes limitaron nuestros ingresos reduciendo los salarios, de quienes destruyeron nuestros empleos o acabaron con las prestaciones sociales en materia de desempleo, pensiones, educación, salud y vivienda; de quienes buscaron la desaparición del estado del bienestar, estimularon el racismo y la xenofobia, agotaron los recursos naturales, alteraron el clima y nos colocaron en la incertidumbre, asegurándonos que esto era tan sólo un ciclo económico al que seguirían otros mejores, más productivos y consumistas, más adecuados a nuestra capacidad innovadora, a nuestra potencialidad como país y a la sostenibilidad de un sistema destructivo. Pero se olvidaron que el ciclo (o como coño quieran enmascararlo), al que nos han llevado, es un tiempo de no retorno en nuestras vidas; un tiempo insostenible, destructivo, perjudicial, injusto, insolidario y que sólo produce infelicidad.

Por todo ello me uniré a los ciudadanos que hagan de la Navidad el tiempo más austero del año, que no gasten más de lo necesario, que no se dejen embobar por los villancicos, ni deslumbrar por las bombillitas de colores, y que promuevan las relaciones sociales, afectivas o amorosas con otros ciudadanos sin necesidad de consumir, gastar y destruir; porque, de verdad, otra manera de vivir es posible, ayuda a todo el planeta, y no sólo a los detentadores del capital.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ALEMANIA Y EUROPA

Tras un corto periodo vacacional de alpargata y chancleta como corresponde a la crisis, volvemos la mirada hacia la prensa, y observamos que Alemania sigue ocupando las cabeceras de los medios económicos y políticos como ya ocurrió con el semestre de presidencia española, más parecido a un semestre de presidencia alemana con administración española. Angela Merkel y el Bundesbank marcan la línea editorial acerca de la crisis económica y política del proceso de construcción europea y su modelo social conservador y neoliberal.

No sólo decidieron la sumisión de Grecia a sus dictados económicos, sino que trasladaron la desconfianza hacia España, Portugal e Italia (como se puede comprobar todos países mediterráneos). Ello supuso que los mercados financieros actuaran con gran voracidad sobre la deuda de estos países como si no formaran parte de una Europa unida por una moneda, el euro; y supuestamente por unas relaciones comerciales y políticas entre iguales.

Continuamente se define Alemania como el principal motor de la economía europea; la locomotora a la que se enganchan los países centroeuropeos y Francia como vagones de primera, mientras los países mediterráneos viajan en segunda, y los países de la reciente ampliación al este en los vagones de tercera. Y así, con la maquinista Angela Merkel, el Banco Central Europeo y su primo el Banco Central Alemán (el Bundesbank), se supone que Europa viaja en un tren de alta velocidad compitiendo con los trenes americanos y asiáticos.

Pues vaya engaño el de este tren que más que de alta velocidad es de alta austeridad, con crecimiento económico para unos pocos y deterioro general para la mayoría de los viajeros. La locomotora alemana crece gracias a sus exportaciones y no gracias al consumo interno de los alemanes (por lo que poco nos compran y mucho nos venden, aumentando nuestro déficit). Y no puede haber consumo interno si los salarios no crecen o disminuyen como recomiendan a los vagones de segunda (España) y tercera. Y como para financiar la deuda y el déficit, Alemania y los bancos alemanes tienen sus arcas rebosando euros, nos los prestan con condiciones que pueden asfixiar a países como Grecia, obligados incluso a vender territorio hasta la paradoja de existir colonias alemanas en suelo europeo sin necesidad de ejercer las políticas de anexión hitlerianas.

Y como las políticas de austeridad recomendadas a los socios enganchados a la locomotora alemana pasan por desgravar las rentas de capital, reducir el impuesto de sociedades y eliminar el impuesto de patrimonio, estos socios se ven obligados a disminuir o eliminar sus políticas sociales y gravar las rentas del trabajo, aumentando los ingresos por IVA, sosteniendo con garantía el pago de la deuda y la propuesta de reducción del déficit al 3%.

Yo abogo por desengancharnos de esta locomotora austera y voraz que es todo menos europea. Digo esto al hilo de las declaraciones de Thilo Sarrazin, político socialdemócrata y uno de los directores del Bundesbank, en su presentación del libro «Alemania se está deshaciendo a sí misma», donde concluye que los alemanes están en peligro de convertirse en extraños en su propio país a causa de las bajas tasas de natalidad (y yo añadiría las altas tasas de dependencia por ser el país más envejecido de Europa), y por las altas tasas de natalidad de los inmigrantes (he aquí el meollo de la cuestión), principalmente de países musulmanes. Tiene gracia esto de utilizar la expresión «cabeza de turco» para señalar a los turcos como los responsables del deterioro de una Alemania de alemanes. Todo parte de considerar a los alemanes de origen turco como turcos en vez de como alemanes y quitarles todos los derechos con la invocación de que no se quieren integrar en la sociedad alemana.

Recuerdo aquellas primeras lecturas que señalaban la construcción europea a partir de la cultura grecorromana, una construcción europea integrada por los países mediterráneos desde Constantinopla (Turquía) hasta Tarragona (incluyendo Egipto, Palestina, Libia, etc.), países denostados hoy por ser de mayoría musulmana; y que en aquella época de construcción europea, los bárbaros, los que estaban fuera de las fronteras de la cultura, la política, la economía y las comunicaciones eran los pueblos eslavos. Y cómo después  Europa sufrió la irrupción y la invasión de los bárbaros hasta su desmembramiento. Desde entonces, qué poco parece haber cambiado la historia de las relaciones entre Alemania y Europa.