LA APARIENCIA Y EL ESPEJO

Ya no me molesto en contestar y explicar la realidad a quienes se equivocan, cuando se dirigen a mi hijo de dos años con mensajes de este cariz: “qué bien estás paseando con el abuelito” o “qué bien te lo pasas con el abuelo”. Y es que, para algunos, mi apariencia es la de un abuelo y no la de un padre. Así que, si bien tengo una edad muy superior a la de su madre, nada menos que veinte años, lo cierto es que cuando me miro al espejo, no veo trazas de envejecimiento más allá de alguna arruga o alguna cana más. Además, el contacto con el peque me rejuvenece psíquicamente, de tal modo que no aprecio los achaques que considero propios de un viejo.

Por otra parte, no miro a los padres jóvenes que se reúnen con sus criaturas en los parques y espacios infantiles como mis iguales, pero sí busco entre mis coetáneos las huellas del envejecimiento. La pinta que tienen y que ven mis ojos, me indica que están envejeciendo muy mal, pues mi aspecto es mucho mejor, o al menos eso me parece. Quizás esa es la cuestión, que el aspecto es cosa que nos parece, pero no es.

En ocasiones he escuchado comentarios de carácter machista acerca de la mujer más joven emparejada con hombre de edad, a la que se le supone algún interés que nada tiene que ver con los sentimientos de amor o felicidad. Y viceversa, también cuando la mujer es de edad y el hombre es mucho más joven. De este modo, los prejuicios que se instalan en nuestra conciencia tienen mucho que ver con la apariencia, con el aspecto de las relaciones entre personas y, sin embargo, somos incapaces de apreciar la realidad que nos representa la mirada al espejo, porque este nos devuelve la figura y el semblante real que nos acompaña en nuestro deambular por la vida. Somos incapaces de aguantar el reflejo que nos devuelve esa mirada al espejo, y preferimos atenernos a la apariencia que los demás tengan a bien asumir como real y verosímil.