En mi periplo tras las notas de Gabriel García Márquez en su “Vivir para contarla” había anotado como un lugar a recorrer la ciudad de Cartagena de Indias y la desembocadura del río Magdalena en el mar Caribe. Es cierto que en apenas unos días no podría hacer mucho más allá que encontrar la casa de Gabo y situarme en algunos de los rincones por donde él había vivido, obviando por la premura, Santa Marta, Barranquilla o alguna de las ciénagas por donde discurrió su infancia y juventud.
Se acercaba el fin de año y no tenía aún reserva hotelera. Afortunadamente, y sin salir del aeropuerto, encontré en Internet un alojamiento que no fuera el hotel Caribe, un hotel en varios sentidos muy parecido al Nacional de La Habana y uno de los pocos que aún mostraban plazas libres. Era un éxito pues en Navidades todos los colombianos con capacidad se trasladan a Cartagena y agotan las posibilidades de un alojamiento medianamente digno si no es desembolsando por temporada alta. Finalmente, el hotel que encontré fue el San Pietro, situado en Bocagrande, un territorio al sur de la ciudad totalmente urbanizado con numerosos rascacielos y torres hoteleras y comerciales.
Bocagrande es una península que unida por tajamares y espolones a la isla de Tierrabomba ha ganado superficie al mar, y simula una franja de tierra en forma de L invertida, que situada entre el mar Caribe y la bahía de Cartagena da comienzo, o fin en mi caso, en la Base Naval desde donde se empieza a vislumbrar ya el recinto amurallado de la ciudad colonial. Los días que pasé allí, salía a bañarme desde el hotel a primera hora, para retirarme antes de las once cuando el sol tropical empezaba a quemar, aunque un día en las islas coralinas me quemé mientras practicába buceo. Advertido de la presencia de multitud de masajistas y vendedores de todo, me desplazaba en chancletas y bañador y una toalla donde dejaba el protector solar; aun así no tuve más remedio que asegurar a varias masajistas que ya me habían fichado, que ellas serían las encargadas de darme sus publicitados masajes playeros, cosa que evité en mis cortas incursiones a estas playas.
A fin de orientarme sobre Cartagena, el primer día decidí ir en un tour programado a alguna de las zonas altas de la ciudad desde donde poder hacerme con un plano de situación de la ciudad. Dicho y hecho, el primer punto alto (más de 170 m. de altitud) desde el que poder hacerme con la ciudad fue el convento de la Candelaria en el Cerro de la Popa, denominado así porque tiene cierta similitud con la popa de una embarcación. El convento está llevado por los Agustinos desde el siglo XVII y está consagrado a la virgen de la Candelaria, patrona de la ciudad, aunque también ha servido de cuartel y fortín, siendo restaurado en 1964. En su interior me llevé una gran sorpresa cuando pude observar que entre las reliquias se encontraba las de un riojano, el alfareño Ezequiel Moreno, que Juan Pablo II declaró santo en 1992. Se lo comenté a la guía y ésta me descubrió la faceta política conservadora del que fuera obispo en Colombia y enemigo del partido liberal colombiano, y cuyo mantra más difundido fue “el liberalismo es pecado, enemigo de la Iglesia y del reinado de Jesucristo y ruina de los pueblos y naciones”. Vamos, en línea con esa visión dicotómica de la política que tanto arraigo ha tenido y tiene.
En la parte posterior se encuentra el sitio más escabroso de la colina, el llamado Salto del Cabrón, porque según la leyenda, Fray Alonso de la Cruz, arrojó un macho cabrío de oro, llamado Busiraco, objeto de culto y adoración.
Desde este gran mirador desde el que se puede observar los cuatro puntos cardinales de la ciudad nos dirigimos a la colina de San Lázaro donde se encuentra la fortaleza militar más grande del continente americano, el fuerte Castillo de San Felipe de Barajas, erigido en un punto estratégico desde el cual se podía advertir cualquier intento de invasión de la ciudad por tierra o por mar salvaguardando la ciudad de los ataques de piratas que llegaban a saquearla. Aunque se inició su construcción en 1536 y concluyó un siglo después (en tiempos de Felipe IV), fue en 1762 cuando la amenaza de una nueva guerra con Inglaterra decidió el reforzamiento de sus defensas. Leo en un panel que el ingeniero Antonio de Arévalo fue el encargado de este refuerzo con baterías colaterales que daban cabida a 63 cañones y que a su vez quedaban protegidos por una muralla alta y de gran pendiente que impedía escalarla. En su interior dispuso de un intrincado tejido de túneles, galerías, desniveles y trampas, por las que terminamos adentrándonos como buenos defensores, hasta desembocar en una zona de servicios y tiendas de souvenirs.
Cuando salimos de la fortificación, un gran número de vendedores de licor de caña, frutas, sombreros y todo el merchandising del Castillo se arremolinaban alrededor de la estatua del comandante general Don Blas de Lezo, defensor en 1741 del ataque del almirante Vernon, pese a ser tuerto, cojo y manco; vamos, un Millan-Astray de la época.
Ya de vuelta recogí una vez más el maravilloso anochecer caribeño que me evocaba sin remedio a la persona que amaba en la lejanía.