Con un gran alarde de inhumanidad se despachó la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, al justificar que en plena pandemia los mayores en residencias no se derivaran a hospitales, porque se iban a morir igual y no se iban a salvar en ningún sitio. Pero ha obviado que no es lo mismo morir en un hospital sedado y con cuidados paliativos que hacerlo en una habitación solo, asustado y entre dolores insoportables. Si hay que morir (no está claro que así tuviera que ocurrir para los 7.291 mayores residentes cuando entre los que sí fueron hospitalizados se salvaron el 65%), que sea siempre con el objetivo de una buena muerte.
Hoy día parece que podemos elegirlo todo, menos la forma y el momento de morir (salvo entre los suicidas). Por medio se encuentran los familiares y los profesionales de la medicina que se inmiscuyen en el proceso de morir de las personas. La muerte no sólo implica al que se va sino también a los que se quedan. Y los que se quedan tratan de burlar a la parca, como si quien se va a morir no fuera capaz de tomar la decisión acertada o deseada, es decir, la buena muerte.
La antropóloga María Catedra señalaba que la buena muerte sucede a una cierta edad, cuando el individuo ha completado su ciclo vital (morir de viejo), y el desenlace ocurre sin enfermedades ni violencias, es decir, de una manera “natural”. Los que mueren de viejos no padecen una enfermedad específica, sino que simplemente se terminan, es decir, se acaban. Este tipo de muerte de vejez, o natural, representa a nivel humano la continuación del ciclo general de la naturaleza. Con la vejez empiezan a desaparecer los miedos a la muerte, aunque, dependiendo de las circunstancias, se dan diferentes actitudes. Así ciertos ancianos pierden la consciencia total de su próxima muerte, en cuyo caso “no la sienten”; otros, en cambio, se resignan e incluso aceptan la idea y, por último, los que padecen fuertes dolores “piden la muerte”.
En realidad, se oponen dos clases de muerte: la buena y la mala muerte. Una buena muerte se caracteriza, entre otras cosas, por la rapidez del desenlace, por la inmediatez, por lo inesperado, mientras que la muerte mala significa semanas, meses o aun años de lenta agonía. La buena muerte, o la muerte feliz, es la que sobreviene sin estridencias durante el sueño, sin que se entere el afortunado. Es una muerte sin dolor, corta o inesperada, una muerte sin agonía. Porque aún en el caso de que sea una muerte violenta, deseamos que ésta se produzca de manera rápida y sin dolor, porque lo que realmente nos asusta, no es tanto la propia muerte, como el dolor, el sufrimiento o la agonía.