ZIPAQUIRÁ

Mi primera noche colombiana, tras el pesado y largo viaje, no tenía ninguna intención de salir, de modo que me refugié en el hotel y preguntando a la camarera sobre qué podía hacer un sábado 26 de diciembre, ésta muy amablemente me sugirió que dado que Bogotá estaría dormido tras la festividad navideña y que el domingo tendría los museos abiertos de forma gratuita, tomara el Tren de la Sabana y me dirigiera a Zipaquirá donde se encontraba la Catedral de Sal, algo digno de ver. Yo recordaba que el Liceo Nacional de Zipaquirá fue el destino de Gabriel García Márquez donde cursó sus años de bachiller y que describe de este modo tan poco halagüeño en «Vivir para contarla»: Mi suerte estaba en aquel antiguo convento del siglo XVII, convertido en colegio de incrédulos en una villa soñolienta donde no había más distracciones que estudiar. El viejo claustro, en efecto, se mantenía impasible ante la eternidad. En su primera época tenía un letrero tallado en el pórtico de piedra: El principio de la sabiduría es el temor de Dios. Pero la divisa fue cambiada por el escudo de Colombia cuando el gobierno liberal del presidente Alfonso López Pumarejo nacionalizó la educación en 1936. Desde el zaguán, mientras me reponía de la asfixia por el peso del baúl, me deprimió el patiecito de arcos coloniales tallados en piedra viva, con balcones de maderas pintadas de verde y macetas de flores melancólicas en los barandales. Todo parecía sometido a un orden confesional, y en cada cosa se notaba demasiado que en más de trescientos años no habían conocido la indulgencia de unas manos de mujer. Mal educado en los espacios sin ley del Caribe, me asaltó el terror de vivir los cuatro años decisivos de mi adolescencia en aquel tiempo varado.

En otro lugar también hablando de las fiestas sociales en Zipaquirá recordaba las minas de sal, que los españoles encontraron vivas, y que eran una atracción turística en los fines de semana. Así pues, me dispuse a emprender viaje con el Tren de la Sabana que madrugador me dejaría a las puertas de Zipaquirá. Para llegar a la estación y pese a que andando no me llevaría más de quince minutos me aconsejaron que tomara un taxi de los convenidos con el hotel, pues los taxis amarillos que circulaban por todas las calles y carreras tenían la fama de engañar y extorsionar al viajero (muchos de ellos habían sido protagonistas de los llamados secuestros-exprés por los que el viajero era obligado a vaciar su tarjeta de crédito antes de abandonar el vehículo). De este modo conocí a William, el que sería mi guía y conductor los siguientes días.

William, que tenía un carro todoterreno blanco, color distintivo de los taxis en convenio con hoteles, cómodo y apropiado para la aventura de las carreteras y autopista de Cundinamarca y Bogotá, me advirtió del error de tomar el tren que me dejaría lejos de la Catedral de Sal, a donde llegaría tras una larga y empinada cuesta, y con el contratiempo de los horarios ferroviarios, pues dicho tren sólo tendría una pasada de vuelta y esta sería al atardecer por lo que me vería condenado a pasar todo el día merodeando por la localidad. De modo que opté por cerrar el trato con William para que se convirtiera en mi chofer y guía por ese día.

Llegamos a Zipaquirá muy pronto y nos adentramos en su plaza mayor, de vivos y predominantes colores rojos y azules, donde aparcamos para pasear y buscar un café que se adaptara al gusto de William, ya que los que se exponían al sol de la plaza todavía se estaban preparando o bien no disponían de lo que luego supe que buscaba y es algo con lo que acompañar el café. De este modo entramos en lo que parecía una tienda de chuches y refrescos, pero que realmente era una tahona con cientos de bollos de leche que  esperaban la llegada de los primeros compradores de pan. Y es que el sabor dulce a los colombianos les acompaña en comidas y bebidas (salvo en el café que prefieren tinto y amargo). Así que allí pasamos el para mi segundo café y nos dirigimos hacia la entrada al parque minero, donde ya empezaban a formarse las primeras colas de vehículos a la espera de que se abrieran las puertas, donde no dejaban de pasar los numerosos empleados que en aquel lugar trabajan en diferentes actividades.

Mientras William me esperaría en el exterior del parque minero, yo me dirigí a las taquillas donde saqué el billete que me llevaría, junto al primer grupo de visitantes al interior de la mina. Aún tuve que esperar un tiempo antes de que nos proporcionaran casco minero con el que nos adentramos en lo que parecía iba a ser una aventura por el túnel oscuro en el que antiguamente habían circulado indígenas y mineros.

La sorpresa me llegó en la primera parada del grupo cuando el guía nos dice que vamos a realizar el recorrido del Viacrucis, pues efectivamente nos fuimos encontrando con altares con las doce cruces prescriptivas talladas en la roca salina. Los colombianos que integraban el grupo, mas algún chileno se hacían fotografías en cada estación religiosa donde el guía se empeñaba en acompañar con alguna oración su explicación del viacrucis, todo mezclado con una devoción hacia esos mineros que se encomendaban a la providencia para no morir enterrados o reventados por la pólvora o el sulfuro que se apreciaba en el ambiente.

Seguimos el túnel hasta la cúpula, desde la cual se puede observar la inmensa cruz de 16 metros tallada en bajo relieve y la rampa de descenso hacia los balcones sobre las cámaras, el coro y las escaleras del laberinto llamado el Complejo del Nartex, las grandes naves que se habían formado en la explotación del domo salino y finalizando en la llamada Catedral de Sal, organizada como si fuera una iglesia con su gran bancada enclavada entre cuatro grandes columnas cilíndricas, un remedo de altar mayor y comulgatorio y,  al fondo la gran cruz, todo ello situado a 180 metros bajo tierra e iluminado teatralmente por luces azules y rojas.

Distinguí a turistas que rezaban se santiguaban y por supuesto se fotografiaban en cualquier recoveco de esta mina, pues ya empezábamos a cruzarnos con otros grupos que nos seguían en nuestro recorrido minero. Al final del mismo se encontraba la zona shopping donde se acumulaban los puestos de souvenirs en sal, pero también en oro y en esmeraldas. Igualmente podías utilizar servicios sanitarios, comer o beber, recoger las fotos que más te gustaran de las que los empleados te habían hecho sin que te percataras, pasar por los espacios didácticos, museísticos y, por supuesto, hacer el recorrido minero, pero para entonces tenía tal agobio minero-católico que lo único que deseaba era ver el sol radiante de Zipaquirá, de modo que emprendí yo solo la salida siguiendo los indicativos en aquel oscuro laberinto de salmuera, cruzándome con nuevos grupos que se incorporaban al viacrucis o bien que esperaban la señal o el guía para adentrase en aquel recorrido.

En fin, que yo esperaba encontrarme accidentes geológicos que los mineros interpretaban religiosamente, y me encontré con formaciones religiosas interpretadas en sal y mármol. Comprensible en un país con tradiciones religiosas tan arraigadas desde la colonización.

 

BOGOTÁ

Estas han sido mis segundas navidades en territorio caribeño, aunque he cambiado de una isla (Cuba) al continente (Colombia) y para un observador avezado las diferencias culturales apenas son perceptibles, al menos en cuanto hace al Caribe. Otra cosa bien distinta es Santafé de Bogotá, en la cordillera oriental de los Andes, una ciudad caótica de más de ocho millones habitantes, protegida de la fuerza del viento por los cerros de Guadalupe y Monserrate, este último a 3.500 metros de altitud, mil más que la ciudad, donde dicen sus habitantes que cada día se producen las cuatro estaciones; y es cierto, porque si por la noche no sobra el edredón, por el día te abrasas al sol. A mi me cogió una tarde el otoño con la camisa empapada y allí  empecé a incubar el trancazo que tengo ahora mismo.

De los días que pasé allí,un domingo lo dediqué a entrar gratuitamente en los museos del oro y de Botero, paseándome por la plaza Bolívar donde se encuentra la Catedral Primada, el Palacio de Justicia (famoso por el asalto del movimiento 19 de abril que mantuvo a cerca de 350 rehenes entre magistrados, consejeros de Estado, servidores judiciales, empleados y visitantes en 1985, y que finalizó con la toma del Palacio por los tanques del ejército), el Palacio Liévano y el Capitolio Nacional. Por sus calles atestadas de gente y de multitud de vendedores ambulantes llegué al Barrio de La Candelaria, de calles angostas, construcciones coloniales (s.XV al XVII), museos, teatros, iglesias y un ambiente bohemio donde disfrutar de buena música y mejor café.