LA COCINA ECONÓMICA

Para quienes disfrutamos de una casa en el medio rural, y además con muebles y enseres propios del siglo pasado, en estos días de frío invernal no nos ha pasado desapercibida la existencia de cuantos han servido de calentamiento de hogares y personas. Entre otros quiero destacar la cocina económica, llamada así por el ahorro que supuso confinar el fuego a una cámara construida con ladrillos refractarios, pero que calentaban una superficie amplia de metal, donde cocinar los alimentos sin que ollas y otros utensilios empleados entraran en contacto directo con el fuego, como sí ocurría en aquellos hogares o fogones de, en general amplias chimeneas de gran tamaño, cuya base se construía en un escalón levantado sobre el suelo y donde el fuego para el cocinado de alimentos se producía sobre el fogón, que aprovechaba útiles como las trébedes, pucheros y ollas de barro que se apoyaban sobre las brasas, dotándose igualmente de pequeños asientos o bancos alargados y con respaldo, que calentaban frontalmente a los hogareños de dichas cocinas.

Volviendo a la cocina económica de mi casa, esta se encontraba desde hace años arrumbada en un espacio determinado de la sala donde se encuentran fregadera, despensa y electrodomésticos varios, y que pasaba desapercibida bajo una chapa que ocultaba la de hierro forjado y ya quebrado por el uso de décadas de calentamiento y cocción. Aquella mañana me dispuse a probar su eficacia actual y para ello comencé por limpiar el cenicero de los restos acumulados de años de desuso y acumular los tacos o tocos de leña troceada que necesitaría para encender el hornillo. No me costó apenas encenderla con unas astillas y luego palos y finalmente los tocos que se convertían en brasas, hasta que muy pronto noté que la chapa se calentaba sin necesidad de abrir el tiro por donde la corriente de aire hace las veces de fuelle, mucho más en los quemadores cercanos y hasta en buena medida el horno que dejé con la puerta abierta. Sólo me restaba aprovechar el fuego con una cazuela, donde preparé un bondadoso caldo de huesos y verduras.

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HACER COLA

Como casi todos los días me dirijo al mercado próximo donde acostumbro a adquirir los alimentos que voy a consumir en el día, pues en ese mercado se agrupan toda clase de establecimientos alimentarios, incluso está dotado de cafetería donde hacer más liviana la espera para ser atendido. Esa es mi suerte.

Y como casi todos los días, dadas las horas a las que voy, me encuentro con grupos de personas haciendo cola para comprar en todos los puestos. En unos ya disponen de una maquinita para recoger el número con el que te atenderán cuando toque, pero en la mayoría nos servimos de la expresión “dar la vez”, el turno, el puesto, en definitiva, el lugar que te corresponde por haber llegado el último a la fila de compradores. Así, me he visto realizando la necesaria pregunta de “¿quién es la última?”, porque a continuación seré yo el último y, por tanto, me veré obligado a dar la vez al comprador que se acerque al mismo puesto.

Estas expresiones de dar la vez y preguntar por quién es el último, es una consecuencia del aumento de gente en situación de espera para ser atendido, pero que no se encuentra ordenada físicamente uno detrás de otro haciendo prescindible la pregunta de quién es el último de la fila. Claro que, en ciertos lugares y en ciertas ocasiones, como cuando se estrena o proyecta una obra en el teatro y aún no han abierto, o cuando hay reparto de algo, no son pocas las veces en que me he encontrado con hileras de personas haciendo la cola y formando en línea, casi como si lo hubieran aprendido en el servicio militar.

Por último, nada de hacer cola, pues se trata de guardar el sitio, principalmente cuando nos vemos obligados a una espera de horas, como en el caso de cabalgatas, desfiles y procesiones varias que, si bien no me interesan especialmente, sí despiertan la curiosidad del peque, y para hacerle la espera más ligera, sitúo su carrito al borde de la calzada mientras apuramos nuestras consumiciones en la terraza aledaña. Faltaría más.

CUMPLEAÑOS

Celebramos los cumpleaños por rutina. Asumimos la función de cumplir años, como si esto supusiera un contrato que nos obliga el hecho de vivir, de seguir vivos y por tanto de celebrar la existencia. Pero ¿es que los muertos no cumplen años? Yo creo que sí, que también cumplen años y, unas veces conmemoramos el aniversario de su fallecimiento y otras celebramos su nacimiento. O quizás ni conmemoramos ni celebramos el cumpleaños del difunto. Porque, qué sentido puede tener recordar el paso del tiempo de una persona cuya existencia se mide en una eternidad, es decir, en lo contrario de un tiempo con duración limitada, de un tiempo contable y limitado por una existencia fugaz. Así pues, conmemoramos más el aniversario del fallecimiento que el nacimiento del difunto, y lo hacemos a través de la memoria de cuando estuvo vivo, mediante un homenaje que se basa en los recuerdos de la vida del ser fallecido, de los múltiples momentos, anécdotas e historias que cuajaron su vida.

Los muertos cumplen años desde su fallecimiento, mientras que el año del nacimiento se celebra entre los vivos, entre los que aun valoran el milagro de la vida. Y entre los vivos el cumpleaños pasa por distintas etapas a lo largo de nuestra existencia, porque si bien desde pequeños nos instruyeron en el ritual de celebrar el aniversario del nacimiento como un modo de ser mayor, de avanzar en la existencia y vivir desprendiéndonos de cuanto suponía la etapa infantil, adolescente y luego juvenil para ser definitivamente adultos, lo cierto es que una vez nos consideramos adultos vivimos los cumpleaños con un cierto deje de tristeza, porque los tiempos pasados se observan a partir de entonces con nostalgia, y porque la memoria comienza a dotar aquellos años de una pátina de felicidad. Y es que hacernos mayores, es contar los años que nos pueden quedar de vida y no los años que nos quedan para hacernos adultos, que ha sido la trampa en la que nos hicieron caer nuestros mayores cuando aún desconocíamos el valor del tiempo en la existencia finita de nuestras vidas.

TRADICIONES FESTIVAS

Ya han pasado las fiestas locales, regionales, junto al puente y la semana, cuando no la quincena, en las que como manda la tradición, una buena colección de logroñeses parte con premura hacia las playas levantinas para recalar en la ciudad por excelencia que es Benidorm. Y esto a pesar de que inevitablemente hemos disfrutado, reído, jugado y representado todos los papeles que nos han dado en cualquiera de los escenarios festivos, y desde nuestra más temprana infancia hasta bien entrada nuestra adultez. También, llegados a este punto, nos hemos aguantado, aburrido y sufrido con las mismas fiestas en las que antaño nos sumergíamos con pasión.

Y es que, en definitiva, en tiempos de masificación y estandarización de las fiestas nos encontramos en ese espacio-tiempo liminal en que ni amamos ni odiamos el periodo festivo, pero que nos impele a huir, a salir y encontrar una oportunidad de disfrute del tiempo de fiesta, aunque en otra dimensión alejada de la que nos propone periódicamente la ciudad. Siempre hay esperanza.

Si tuviéramos más vuelos o más trenes, con salidas programadas a los diferentes lugares que se  representen como la antítesis de la cotidianidad del acontecer festivo, ya conocido e interiorizado tras un cúmulo de experiencias de todo tipo, estoy convencido que la ciudad quedaría convertida en ese gran teatro, en el que salvo los actores, todos los asistentes son paradójicamente ajenos a la ciudad y a su tradición festiva, la cual encuentran estimulante, mientras que los lugareños serían los foráneos en sus destinos, que disfrutarían por su novedad.

De todo esto son conscientes las agencias de viaje, que ya desde el comienzo de la primavera promueven tours y/o viajes individuales para todos aquellos ciudadanos que saben aprovechar la ventaja del tiempo festivo local para salir, precisamente de ese entorno inhábil para el trabajo, pero válido para el ocio y el descanso. Y no sólo la hostelería, también las compañías teatrales, musicales o de danza, aprovechan ese tiempo festivo para expandir sus actuaciones y aumentar su bolsa y prestigio. Y es que hay tradiciones festivas que crean empleo y riqueza, expandiéndose por toda la geografía del turismo patrio.

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PARROQUIANOS

Me confieso parroquiano a la vez que cosmopolita, porque no entiendo que quienes disfrutamos de la cercanía y la proximidad de los establecimientos comerciales y de las personas residentes en un entorno determinado, estemos reñidos con sentirnos parte del mundo en su diversidad, conociendo y respetando las culturas de esta sociedad globalizada.

Hemos oído muchas veces la sentencia de que uno, no es de donde nace sino de donde pace, es decir de la parroquia a la que pertenecemos y no de la que procedemos, pese a que indistintamente utilicemos una u otra en nuestras relaciones con los demás, según se muestren nuestros intereses identitarios en cada momento, sin que por ello nos desvinculemos del sentimiento de que el mundo es nuestra patria.

Y el mundo es nuestra patria, no sólo cuando viajamos, sino también cuando nos presentamos asiduamente en los lugares públicos, abiertos y concurridos por personas de la aldea global. Entonces, como en otras ocasiones, seguimos siendo parroquianos, no tanto provincianos o localistas, sino parroquianos en un sentido más universal.

No hay contradicción en esto de mantener costumbres como las de frecuentar las mismas tiendas, bares o establecimientos públicos, que por su cercanía o por tradición visitamos asiduamente, con el sostenimiento de actitudes, valores y respeto hacia las manifestaciones culturales de otras personas, que no frecuentan o utilizan de manera habitual los servicios que nosotros consideramos de nuestra parroquia. Somos parroquianos, pero no formamos parte de grupos aislados, limitados en sus percepciones del mundo, de ideología estrecha y de valores restringidos a una minoría, porque somos parroquianos y comunitarios, pero sin límites en nuestro sentido de pertenencia.

Como acostumbro cualquier día, seguiré comprando en los mismos establecimientos cercanos, próximos, donde me conocen como un habitual, y donde yo reconozco a las personas de esos entornos, a las que saludo o me saludan, pues mi memoria fotográfica va perdiendo pixeles, y algo de esto me ocurrió en cierta ocasión, en la que viendo la sonrisa de la mujer que se acercaba le sonreí igualmente, y para celebrar el encuentro nos besamos con familiaridad, al tiempo que descubrimos que no nos conocíamos de nada.